diciembre 22, 2008
Érase una vez, un hombre que, donde debía estar el corazón, tenía una ensaimada. Carente de emociones, aprendió el arte de aparentar ser una persona dulce y amable, aunque más bien resultaba artificial, fingido y emapalagoso una vez se le conocía. Por contra, en las relaciones de pareja era sumamente absorbente y sus noviazgos duraban poco. Creía ser el centro del mundo, cuando ese centro, si lo hubiera, parecía estar muy alejado de él. Un día, cansado de sí mismo y de su aparente encanto que no le conducía a nada, tiró de sí mismo, del centro de su pecho, sacándose a pedazos aquel producto de repostería que tantos desengaños le había traído a su vida. Cada esponjoso jirón que arrancaba, le producía un tremendo dolor, que soportaba apretando los dientes y maldiciendo el día en que nació privado del órgano más preciado de todos, el que permite amar y vivir al mismo tiempo, aunque ambas cosas parezcan, tantas veces, opuestas.