
Este puente lo he pasado buscando la canción de cuna más adecuada para tranquilizar a Dario a la hora de dormir. Después de muchos ensayos, se me ha ocurrido, gracias al parecido que he encontrado entre el nombre de Darío y el sonido que hacían las trompas en el tema principal de la banda sonora de la película «Los Vikingos» (sí, esa en la que el halcón de Tony Curtis dejaba Tuerto a Kirk Douglas y éste en venganza, como buen vikingo, le cortaba una mano). En fin, que me he puesto a tararearle esa musiquilla y ha funcionado: A Darío le tranquiliza. Esta música, surgida de un cuerno tañido por fornido vikingo (ayudado por la banda sonora, todo sea dicho) recibía al drakkar cuando entraba en su majestuoso fiordo. Allí, las aguas se amansaban, como el manojito de nervios de Darío. Así que alla va mi homenaje, con una ilustración de la época para la peli. Gracias, Mario Nascimbene.

El Gato Compota se llama así porque así lo llamaron cuando un día, siendo todavía un gatito pequeño de pocos meses, metió su curiosa cabecita en una olla de compota de manzana que había preparado Manuela, la madre de Álvaro y Paula. A la cabecita le siguió el resto del cuerpo que hizo «plof» y sólo dejó fuera la punta de la cola. José Miguel, el padre de Paula y Álvaro, lo sacó de la olla y Compota maulló de tal forma, que encantó a toda la familia y nadie quiso reñirle. Ni siquiera Manuela pudo resistirse a los encantos del gato Compota, y eso que había pelado las manzanas, les había quitado las semillas, las había echado a cocer en la olla con agua y azucar y todo lo que había sacado de ella era un gatito cubierto de compota desde las patas traseras a las puntas de las orejas. «Menos mal, que la compota ya estaba fría» – Dijo José Miguel. «Menos mal, que hay flanes en la nevera para el postre de esta noche» – Dijo Manuela. «Menos mal, que la olla no es muy honda» – Dijo Paula, la hija mayor. «Menos mal, que la compota es tan dulce» – Dijo Álvaro, el hijo pequeño. «Miau» – Maulló el gato Compota, que no sabía que así se llamaría a partir aquella travesura.

El xilófono es un instrumento que muchos hemos tenido cuando éramos niños. Yo no he visto ninguna hormiga que lo tocara y es más que probable que si lo hiciera fuera tan pianissimo» que no le prestara la menor atención, pero que lo haga una niña coreana de tres años, me deja boquiabierto por dos razones: 1. La increible capacidad de aprendizaje del ser humano y 2. la alucinante paciencia del padre que, por muy genial que sea su hija, ha tenido que golpear millones de veces con los palitos destruyendo una cantidad proporcional de neuronas del entorno familiar. No obstante, probablemente yo le compre un xilófono a Darío, mi pequeño geniecillo (y no lo digo por el talento que todavía no ha tenido tiempo de mostrar) y a mí me regalaré unos tapones para los oídos, porque neuronas me quedan ya unos pocos millones nada más.
Foto: Avolore
