Aunque a Friedrich y a mí nos separa un abismo de tiempo y genialidad, humildemente y desde la lejanía, muchos somos pequeños ecos deudores de su obra.
The Wanderer above a Sea of Mists
Abismos visitables en Madrid
«La atracción del abismo», Rafael Argullol
El simbolismo romántico I
El simbolismo romántico II
El simbolismo romántico III
Érase una vez, un señor que pensaba cómo habría de ser de largo su cuento, al borde de un acantilado.
Puede que todos los que vieron «La cometa blanca», «Sabadaba» y «El desván de la fantasía», quedáramos marcados por los rotuladores que chirriaban contra el papel (qué placer debía sentir José Ramón Sánchez y qué envidia me daba, casi la misma que cuando leía un tebeo de Zipi-Zape y aparecían merendando picatostes con chocolate). ¡Cómo ha pasado el tiempo! Por cierto, aquí os dejo también un dibujo de una campaña promocional para visitar Nueva York, ¿no os recuerda un poco al estilo de nuestro J.R. Sánchez? Postmodernidad, qué palabra más relativa.
Foto: Chriscandy
Érase un señor, el señor Cochinilla, que tenía un gran problema de timidez. Tan tímido era, que se construyó un caparazón de cochinilla y, en los momentos en los que se sentía azorado, la cerraba, dejándole a él a salvo. Muy a pesar suyo, pues como buen tímido no deseaba molestar a nadie ya que ésto le daba una vergüenza terrible, había ocasiones en las que su caparazón, útil las más de las veces, originaba situaciones incómodas, tal vez más incómodas de hecho que la propia situación que, debido a su extremada timidez y apocamiento, le llevaba a hacer uso de aquel disfraz. Un día, habiendo hecho acopio de su muy limitada valentía y arrojo, fue al cine a ver una película que llevaba tiempo esperando ver. Obviamente, contadas eran las veces que iba a sitios concurridos, pero el cine era una de sus debilidades y aquella película le resultaba irresistible. Lamentablemente, el destino puso en una asiento cercano a una compañera de colegio de la infancia de la que se enamoró perdidamente como sólo los niños saben hacerlo y a la que nunca se atrevió a confesar sus sentimientos por ella. Casi inmediatamente, sacó su caparazón de cochinilla y lo desplegó en el estrecho asiento de la sala de proyección, con gran enojo de las personas que le rodeaban y comprensible enfado de la persona que se sentaba detrás de él. Pudo ver, pocos segundos después, el resplandor de una linterna que se acercaba a su sitio y escuchó la voz del acomodador instádole a que se quitara «esa cosa ridícula de la cabeza» o se vería obligado a echarle de la sala. Como no se atrevía a despojarse del caparazón por temor a ser reconocido por su amada de la infancia, optó por abandonar el cine, al que nunca más volvió. Se compró un equipo «home cinema», con sonido 5×1, altavoz potenciador de graves y una pantalla gigante y pronto disfrutó de la película (cada vez tardan menos en pasar del cine al DVD o al circuíto pirata), pero nunca más supo de aquella chica, aunque nunca pudo olvidar el perfil de su rostro en la penumbra del cine.
(Polea nº 3 desde la izquierda): -«Pues yo tengo como un runrun… un runrun… ¡creo que no me siento realizada!»
Lástima que los vinilos desaparecieran (y sus grandes portadas) y los discos compactos (y sus pequeñas portadas) esté a punto de hacerlo. Ahora, prácticamente sólo podemos ver las ilustraciones para los álbumes musicales en tiendas de coleccionistas, en nuestro reproductor ipod o similar, o en internet. Respecto a esto último, todavía podéis disfrutar de las espléndidas ilustraciones que David Stone Martin realizó para diferentes álbumes de jazz. ¡Ay, quien viviera aquella época!. Por cierto, en el mismo link, lpcoverlover, encontraréis cientos de cubiertas de discos clasificadas en categorías musicales y otras muy dispares. ¡Uno puede pasarse horas allí!
