
-«¡Ops! ¡Maldita gravedad, con lo que me apetecía comerme estas sardinas en aceite!»

En los cuentos y películas de miedo, detrás de un laboratorio, siempre hay un científico loco. Normalmente, el científico tiene el pelo alborotado, la mirada perdida y algún tipo de discapacidad física. El científico loco siempre odia al resto del mundo del que quiere vengarse mediante extraños experimentos que a nadie con dos dedos de frente se le ocurriría poner en práctica en un sótano mal iluminado o en una buhardilla con la instalación eléctrica de hace cien años. Pero no hay que olvidar que el científico loco está loco, así que todos estos detalles de seguridad laboral, entorno de trabajo agradable y ergonomía le traen sin cuidado. Él sólo espera a que algún incauto, que siempre los hay en estos cuentos, entre en su laboratorio para atraparle y contarle con pelos y señales su malévolo plan y después, si se tercia, ponérlo en práctica en el propio inocente individuo. El científico loco cuenta con un pequeño ejército de acólitos. A veces, son creaciones suyas. Fallidos experimentos que pululan por los rincones del laboratorio y que acuden fieles a la llamada de su amo cuando tiene algo de comer que echarles a las fauces o cuando necesita de la ayuda de su fuerza bruta. Porque el científico loco jamás realiza trabajos físicos. Él sólamente piensa. En los cuentos de miedo, detrás de un laboratorio, siempre hay una máquina que hace chispas y suelta rayos. Aparentemente, no sirve más que para dar ambiente. Pero seguro que el científico loco sabe bien qué hacer con ella. ¡Y es que es tan malo!

El xilófono es un instrumento que muchos hemos tenido cuando éramos niños. Yo no he visto ninguna hormiga que lo tocara y es más que probable que si lo hiciera fuera tan pianissimo» que no le prestara la menor atención, pero que lo haga una niña coreana de tres años, me deja boquiabierto por dos razones: 1. La increible capacidad de aprendizaje del ser humano y 2. la alucinante paciencia del padre que, por muy genial que sea su hija, ha tenido que golpear millones de veces con los palitos destruyendo una cantidad proporcional de neuronas del entorno familiar. No obstante, probablemente yo le compre un xilófono a Darío, mi pequeño geniecillo (y no lo digo por el talento que todavía no ha tenido tiempo de mostrar) y a mí me regalaré unos tapones para los oídos, porque neuronas me quedan ya unos pocos millones nada más.
Foto: Avolore
«¡Eh, colega. Trae una cerveza y algo para picar que las visitas a las casas de los amigos me dan hambre!»

«Ayer, al ir a entregar las páginas de una nueva historieta sólo me llevé los bocadillos y me pasé la reunión hablando como mi personaje del tebeo».
